
Hay
algo que nos pone a vivir como en espejo.
Sabemos
amar, de menos lo intentamos,
sabemos
dar tiempo otorgándonoslo;
entender
las distancias como las vías más cortas
para
estrechar nuestras manos.
Colgar
el teléfono a la hora justa y
escucharnos
nuevamente a quién sabe qué hora
de
quién sabe qué día.
Amar
sin decirlo empieza a ser constante:
la
parquedad como la marca más útil
bajo
las sábanas con las que me tapas del frío y
el
gesto más simple, mas entrañable, cada tarde de encuentro.
Y
no me quejo.
Quién
dijo que al ser nombrado mil veces
asegura
su existencia.
Que
no se invoque en vano para no reducirlo
a
cada “hoy olvidaste decirme te quiero”.
Que
se mencione sin ser sentido lo somete,
y
esto de terrenal,
sólo
nosotros.
Asombra
saber que nos queremos tan diferente
porque
el amor pocas veces acepta la cautela
que
susurra la mesura.
Toma
lo inmediato como signo de fortaleza,
ésta
que hasta ahora me confunde.
Y
qué bueno que sea así.