
Somos
la pesadumbre que se empeña en
hacer
mezcla insípida del cariño.
Los
que acordamos en hacer de la dualidad roída:
permanente
y efímero, una falla en nuestra química.
Lo
que sabemos por duradero
siempre
tendrá siembra temporal:
magnitud
fechada, cortada al límite pólvora que explota.
Todo
nace en el nicho de la precariedad.
Un
cariño que no huele, atemporal,
que
se esconde afuera, con las calamidades que brotan
del
centro de los volcanes y sólo regresa a dormir
en los
días de amparo.
Somos
los que queremos escindirlo
entre
aguas que no le pertenecen; se abastece por sí mismo.
Lo
atraemos de maneras diferentes, sólo para recordar
que
se encuentra en la menos voluptuosa.
No
le importa,
el
cariño sabe incorporarse:
repliega
la cabeza.
Este
cariño pradera, de caída del sol en mis rodillas;
cariño
que no concede nostalgias porque sólo drena alegrías:
camina
seco bajo la lluvia y escupe en las paredes donde
jóvenes
tapizan con palabras desabridas sus dejos y aventuras dirimidas.
Cariño
que promete, que me promete:
cuando
la luz del día caiga fluorescente,
asir
noche por noche,
hasta
bordarlas y cubrirme anejamente.